Historias inspiradoras y reflexiones del día.

Te cuento historias reales de la vida, cortas y con moraleja

Hola, soy Alba. 

Hace unos meses decidí contar por email historias de lunes. Historias que he vivido, historias breves y reales que me habían enseñado algo en la vida. Aunque no demasiado, como humana, sigo cometiendo muchas cagadas.

Son gratuitas. Dejas tu email y todos los lunes te llega una historia a tu bandeja de entrada.

Lunes que no estás historia que te pierdes, así de fácil. 

No hay vuelta atrás. Como en la vida.

Apuntarse es gratis y darse de baja también.

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Podrían catalogarse como historias de superación, motivadoras, personales. Sobre todo son sinceras. En algunas hablo de ansiedad, de rupturas amorosas, de últimas veces ¡y de primeras también! 

Muchas rozan lo ridículo. Hablo desde el humor. Hablo de emociones. 

Todas se dividen en dos partes: la historia que te cuento y lo que aprendí con ella. 

Ya van más de 20 historias, si no te apuntaste te las perdiste. Pero aún puedes recibir la del lunes que viene.

ANTES DE QUE TE APUNTES… te dejaré que leas dos de las historias que ya he mandado. Pero solo dos. Una no porque prefiero los números pares.

Luego tendrás que tomar la decisión de inscribirte o no. 

Tienes que decir PIO antes de que sea tarde.

Cuando era pequeña mi abuelo nos montaba a mí y a mis primos en un LandRover.
Un LandRover muy antiguo, de hecho, los asientos eran laterales, no como los de los coches de ahora. 

Allí ni cinturón ni cinturona.

Todos lo vivíamos como el evento de la semana. 
Montados en un coche diferente, alto, grande, majestuoso.

Cuando íbamos a coger una curva o un bache mi abuelo nos gritaba desde el volante:
«DECID PIO QUE VIENE UN BACHE»

Y todos gritábamos a voz perdida «PIOOO, PIOOOOO». Y entonces… el bache.

Mi abuelo nos respondía: «Hay que decir PIO porque puede pasar cualquier cosa y no nos da tiempo ni a decir PIO«.

Nosotros sentíamos adrenalina cada vez que nos anunciaba el momento PIO.

Era expectante. Sentíamos nervio en la barriga. Nos agarrábamos unos a otros.
Pasábamos el PIO y luego… las risas.

Mi abuelo ya no está físicamente.
Pero me enseñó muchas cosas.
Con el PIO aprendí a que no hay que tardar demasiado en decir las cosas que quieres decir.

Que no tienes que callarte porque luego pasa cualquier cosa y no dijiste lo que necesitabas decir.

Con el tiempo también me di cuenta que cogía los baches queriendo.
Para hacernos gritar y sentir.

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Los juguetes hablan.

Cuando era pequeña el sábado era el mejor día.

Era el mejor día porque mis padres nos llevaban a alquilar películas a mi hermano y a mí. Una cada uno. 

No íbamos el viernes porque se devolvían al siguiente día laboral, y el sábado abrían. Entonces alquilábamos el sábado para tener: sábado, domingo y ya devolverlas el lunes por la tarde.

Mi hermano y yo nos poníamos nerviosos. No nos quejábamos ni de tener que bañarnos.

Lo hacíamos bien todo hasta que llegaba la hora de ir al videoclub. Sin rechistar. Ni una queja. Ni una discusión.

Mi hermano era un ansia.

Salía corriendo hasta la puerta del videoclub y entraba corriendo hasta la estantería de siempre, fila de siempre, hueco de siempre.

Agarraba la película de Men in Black (Los hombres de Negro) y se la metía debajo de la axila. Todos los sábados. De todas las semanas. De todos los meses.

Luego se colocaba a mi lado y me decía «Oye, ¿por qué no alquilas esta?» Y me iba señalando películas que él quería ver para que las eligiera yo. Porque él siempre elegía la misma.

Adquiría una actitud de presentador de concurso de televisión. Cuando cogía una película que a él no le atraía nada me decía «¿Estás segura de tu elección? Esta yo creo que es mejor…»

El sábado veíamos mi película juntos y el domingo a las 8 de la mañana se levantaba solo y se ponía Men in Black solo. Y luego por la tarde otra vez. Era una especie de ritual.

A los 5 años se enfadó con mi madre porque él quería ser negro y mi madre lo había parido blanco. Vaya tela con mi madre… 

A lo que iba…, una vez alquilé Toy Story. Esta vez vimos la película mi hermano, mi primo Juan y yo. Pegados a la pantalla. 

Absorbidos por la historia. Por el color. 

Cuando la película terminó aplaudimos. Nos había flipado muchísimo. De principio a fin. 

Pero entonces nos asaltó una duda. Una duda importante. Nosotros siempre teníamos hueco para el postre y para las dudas. Yo ahora sigo teniendo el mismo hueco para ambas cosas.

Con la duda hicimos lo mejor que podíamos hacer. Ir a buscar a mi madre.

A mi madre siempre se lo podíamos preguntar todo. Para nosotros era la persona que podía tener todas las respuestas en el mundo. Para mí lo sigue siendo.

«Mamá, ¿los juguetes hablan?». 

Serios. Los tres juntos contra la incertidumbre.

Mi madre, con la idea de que tratáramos mejor a los juguetes y siempre recogiésemos nuestras cosas nos dijo:

«Sí, claro. ¿Cómo os pensáis que se les ha ocurrido la película?

Los juguetes, cuando salís de la habitación hacen sus cosas… Y luego intentan volver a su sitio.

Si los habéis dejado sin recoger tienen que quedarse tirados donde los hayáis dejado». 

SILENCIO SEPULCRAL. 

Los tres nos dimos la vuelta. Dándole la espalda a mi madre. Yo creo que los tres empezamos a sudar frío.  

Para que te hagas una idea de cómo nos sentíamos era algo entre lo que se siente cuando tienes resaca y lo que se siente cuando te dicen «tenemos que hablar».

Teníamos que ir a la habitación.

Yo tenía que ir la primera, era la mayor. Por poco pero lo era. Y ser la mayor es una putada en muchas situaciones. 

Los hermanos pequeños siempre piensan que es el mejor puesto pero es enfrentarse al miedo y allanar caminos. Constantemente.

Íbamos hacia la habitación viendo pasar toda nuestra corta vida ante nuestros ojos. Dando zapatazos como si fuéramos gigantes o David Bisbal bailando Bulería. 

Hablábamos a voces.

«¿VAMOS YA A LA HABITACIÓN, NO?»

Con la única esperanza de que los juguetes se enteraran y dejaran de hacer la mierda que estuvieran haciendo para volver a sus posiciones de muñecos inertes.

Lo que más ruido hacía era nuestra taquicardia.

Abrimos la puerta a la misma velocidad que carga Internet Explorer. 

Asomamos los ojos. Hiperventilábamos.

No había nada extraño. 

Nada se movía.

Estábamos allí plantados, mirando a los juguetes con una mirada que decía «sabemos lo que hacéis cuando no estamos»…

Esa noche dormir fue difícil. A partir de ese día siempre que recogía los juguetes los dejaba en posturas cómodas. Para que no se les cogiera ningún tendón. 

A día de hoy nadie me dijo que los muñecos no se mueven. Así que todavía no sé la verdad. Pero vivo tranquila con ello porque no me han hecho nada por el momento.

Imagina lo difícil que fue para mí el estreno de Chucky. La cosa se complicaba: los juguetes se movían y encima podían ser malignos.

 

¿Y qué aprendí con esto?

Que la frase de «no trates a la gente como si fuera un juguete» tampoco sirve. A un juguete también hay que tratarlo bien… así que imagínate a una persona.

Y voy a ir un paso más allá… imagínate a ti. 

A ti te tienes que tratar de tal manera que no se te coja ningún tendón ni en el cuerpo, ni en el alma. 

Y lo del alma es importante. Exista o no. 

Haz lo que te gusta. Sé quien quieras ser. No te trates mal. Y no trates mal. 

Y si te tratan mal vete. No pagues con la misma moneda porque no va a merecerte la pena. 

Y te aseguro quees mejor vivir sin que se te cojan tendones en el alma. 

 

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Historias cortas con moraleja que he vivido en primera persona.

No soy ninguna gurú de la vida. Solo me apetece compartir.

No sé si son historias de autoayuda, sobre la vida, o un mini rato entre tú y yo en tu bandeja de entrada.

Puedes apuntarte y probar, si no te gustan ni te sirven en cada email que recibes hay un enlace para dejar de recibir las historias.

Así de fácil.

Ahora ya decides tú. 

Que tengas buen día.